TRINITARIOS, MAR DE LA TRANQUILIDAD

Desde el puente del Real la perspectiva sobre el Jardín del Turia es grandiosa. En la mañana otoñal, la ciudad va recobrando lentamente su pulso habitual, trepidante, laborioso. Por encima del carcomido pretil medieval y entre el fucsia de las flores de las Ceibas speciosas o palo rosado, aparece a lo lejos el casco reluciente del Palau de les Arts, el inmenso buque varado en el antiguo río. En el otro lado, de entre el arbolado del Turia, surge el antiguo convento e iglesia del Temple edificados a instancias del Rey Carlos III tras el terremoto que arrasara el monasterio de Montesa. Sus dos torres gemelas, achatadas, culminadas en ondulados chapiteles de tejería vidriada azul, denotan la severidad de la época. No en vano el conjunto fue trazado por Miguel Fernández, teniente arquitecto del Palacio Real de Madrid.

Al llegar a la plaza Teodoro Llorente dejó atrás el oleaje de automóviles de la ronda de circunvalación con la intención de adentrarme en Trinitarios. Previamente me detengo en este pequeño enclave triangular de sabor decimonónico cercado por los sillares del Temple y unos edificios de aire burgués. En la fachada de uno de ellos observo una placa del Centro de Cultura Valenciana. Me acerco y leo que allí murió el poeta Llorente en 1917, la gran figura de la Renaixença valenciana. Quizá esta fuera también la mansión donde residían Ramón Astomi y Clara Ferran, padres de Berta, los personajes de papel que creara María García-Lliberós en Babas de Caracol. Una historia, la de Berta, de odio y resentimientos contra la dignidad de la mujer en una sociedad regida por un conservadurismo a ultranza.

La figura del flâneur o explorador urbano hurga desde su anonimato como si hubiera extraviado la frontera entre la invisibilidad y la inexistencia. Y en su diario escribe aquellos detalles que pasan desapercibidos para el ciudadano de a pie, como lo hicieran en su día Baudelaire, Poe, o De Quincey. Este último anotaba el tipo de gente con la que se cruzaba en las calles, el ambiente de los cafés y las tabernas, de las librerías y de los libros que compraba. Quizá disfrutarían, como yo lo hago ahora, de caminar en soledad porque como dice Muñoz Molina en Un andar solitario entre la gente "en la soledad gradualmente se confunden los mundos reales y los mundos inventados", y en ese silencioso deambular por Trinitarios se abre al frente una calle recta de pequeñas plazas, como las de Santa Margarita y Conde del Real, atzucacs, callejuelas y pasadizos. Sí, pasadizos, pasadizos interiores, insospechados para el transeúnte, como recuerda la historiadora Trinidad Simó, que cruzan manzanas uniendo puntos lejanos; sin duda habría que buscar su origen en algún tipo de privilegio dado a la nobleza y al clero por razones defensivas. Trinitarios es una zona agradable y tranquila donde conviven palacios del siglo XVIII con modestas viviendas del XIX, toda una curiosa arquitectura de pilastras y estucos, juegos de cornisas y franjas de azulejos biselados que rodean la parte superior de los miradores.

Al llegar a la altura del Seminario Conciliar, hoy Facultad de Teología, intuyo desde fuera un pequeño bosque de columnas. Estoy en lo cierto, en el patio observo la imponente columnata dórico-toscana de un rincón sosegado dotado de un aura de recogimiento y severidad, la impuesta por el sobrio clasicismo del XIX. Contigua a este edificio, la iglesia del Salvador, cuyo interior neoclásico con referencia neoimperio sirve de marco a la poderosa iconografía del antiguo Cristo que cobija el Altar mayor. Desde la calle del Salvador apenas se observa el pequeño campanario románico que recuerda a una de las parroquias de tiempos de la Conquista. El tiempo se comprime en estratos, muros, ladrillos, columnas y estucos, reales pero invisibles para el ciudadano de a pie inmerso en la gran ciudad que promete de todo, de todo aquello que a uno le pueda interesar, porque las ciudades tienen muchas lecturas, las que todo caminante esté dispuesto a elegir como en la carta de un menú de restauración. En este momento me permito saborear las páginas de Manuel Vicent, cuando en Tranvía a la Malvarrosa narra en su paso obligado hacia la Universidad, los olores de este entorno, "… a tahona, a droguería, a moho de la iglesia de los Trinitarios, a carbonería, a vaho de medicamento que salía de una farmacia, a salazones …" Ninguno de estos olores perduran en la actualidad. Ya no es la calle de tiendas abiertas y de vendedores ambulantes que pregonaban su mercancía en un estrépito infinito, es la calle de un mundo extinguido.

Al contemplar los muros del Salvador, advierto que la puerta del templo estaba entreabierta. De repente aparece cruzando el umbral la figura de Maurice Clichy, que al reparar en mi presencia cruza la calle y nos saludamos. No conocía este templo, siempre que he pasado por sus inmediaciones lo he encontrado cerrado. Me ha sorprendido su aspecto basilical por el jaspeado de sus columnas y basamentos, dice Clichy. ¿No había se había fijado en esos detalles? Sí, profesor, quien no ha reparado en ello es quizá el transeúnte absorbido por el ruido de las ciudades, del teléfono móvil, de las redes sociales que configuran mundos digitales, irreales, paralelos … Tiene usted razón, toda la gente anda conectada con algo o alguien. No oímos ni vemos lo que la ciudad nos quiere transmitir, vamos sordos, mudos, ciegos. Solo atendemos al olfato y al gesto, pero cuando nos entra hambre, claro. Dicho esto, el profesor hace un ademán de despedida. 

¿Hacia donde se dirige? Le pregunto. Quiero conocer con más detenimiento algunas salas del Bellas Artes. Tienen aquí una gran pinacoteca ¿Son conscientes de ello? La pregunta me abochorna y me deja pensativo. Tardo en responder, porque no acabo de entender la problemática y el abandono de este Museo. Clichy reconoce mi apuro y se adelanta a contestar. No se preocupe, he averiguado que la última visita del ministro tampoco ha servido de mucho. ¿Y de su entorno? Pregunta el profesor. ¿Qué me dice de su entorno? ¿Acaso permitiría el Estado en los alrededores del Prado un muro perimetral tan poco amable como el del San Pío V? Oiga, este asunto lleva demasiado tiempo encerrado en una espiral sin sentido, monótona y obsesiva, como los compases de El Bolero de Ravel. No entiendo como aquí lo consienten. Con esta sentencia, Clichy abandona la calle del Salvador rumbo al puente de la Trinidad. Su razonamiento me ha dejado avergonzado. Yo tampoco entiendo como se consienten tantas deficiencias y maltratos, porque esta ciudad se merece mucho más.