Mi cielo entero Esmeralda Marugán
Lo miro cuando tengo tiempo de hacerlo sin prisas, le quedan horas a ella de dejarse ver. Ya no está la luna de cuento, pero por poco.
Cuentos nos leían de pequeños, algunos no han ayudado mucho ni a vosotros, ni a nosotras. Llorar como hombres dignifica, y no tener que hacerlo por ser mujer, también.
No entiendo de estadísticas, pero dicen los que sí, que con el confinamiento nos hemos encerrado la inmensa mayoría, y tras las puertas y ventanas de algunas, de muchas, de demasiadas casas junto a los hijos y las mujeres, su verdugo. Da frío, ese frío que dan los muertos, los muertos por el Covid19 solos, como diría BÉCQUER: “¡Qué solos se quedan los muertos!” , y así, así están solas las asesinadas de estos días, y las siguientes y las anteriores, porque siguen solas.
Frente al terrorismo de género, no cabe lavarse las manos, no basta el alcohol, ni la lejía, salvo que ellos hiciesen caso al Señor Trump, y bebieran con la misma medida que las humillan, pegan, violan, matan.
¿Y qué me dicen del aumento de la pornografía infantil? Es escalofriante saber que además pretenden que se les reconozca el derecho al genocidio más imperdonable de la humanidad.
Tampoco parece que esta pandemia haya exterminado a puteros y proxenetas.
No hay Iglesias, templos, sinagogas, mezquitas, no hay Dios que les salve a ninguno de ellos: Hombres.
Pero yo conozco hombres, que de existir ese cielo de los buenos, están en él e irán, sin dudarlo. Son muchos.
Por eso no entiendo que las estadísticas de esos "monstruos" sigan aumentando, y tampoco comprendo porque sólo somos unas cuantas feministas radicales (sí, de raíz) y no todas las mujeres, y los otros, los que estoy segura son la mayoría de hombres, clamando al cielo ¿Por qué no sacar todas las cazuelas contra ellos?
El Covid19 se contagia extremadamente, y con la misma facilidad se elimina, pese a ello, lleva tantos muertos que hoy he recordado un cuento que me contaba mi tío Lidió con quien vivíamos en Madrid, junto a mis padres, mis hermanas y mis abuelos. Yo tenía 7 años y él 20 más.
Mis abuelos emigraron para intentar curarle de una enfermedad del corazón. El cuento que me contaba Lidió era "el de los deseos", y yo pedía siempre que "se muriera la muerte". No lo logré, se murió pocos días después.
Hoy tengo miedo, un miedo atroz a todos los virus, en especial al de la indiferencia, al de mirar para otro lado, al de echar leña al fuego en lugar de una mano, a la mano que paga por el cuerpo de una mujer, a la que arranca la infancia, a la mano que mata. Y a las de todas, y todos los que nos las lavamos, y no lo evitamos.