Los castellanos que aman el valenciano

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En la tierra valenciana, donde el azul del Mediterráneo se entrelaza con el verde de las montañas, dos lenguas conviven en un baile de siglos: el castellano y el valenciano. Yo, castellanohablante de nacimiento, pero valenciano de corazón, me encuentro en un cruce de caminos lingüísticos donde el amor por una lengua no disminuye el respeto por la otra.

Nací en una familia donde el castellano era la norma, pero siempre me enamoró esa otra melodía que resonaba en las calles de nuestra comarca: el valenciano. Amo un idioma que no es el mío, lo cual en estos tiempos es vendido como paradójico. Un idioma que, aunque no tiene la fuerza global del castellano, posee una riqueza cultural única, un legado inextricable de nuestra tierra, una sucesión de historias, fiestas, expresiones únicas que reflejan una manera propia de ser y estar en el mundo.

Se nos sugiere a los castellanos, a veces con sutileza y otras con descaro, que nuestro interés por el valenciano es inusual o incluso innecesario. Se nos dice que el mero hecho de hablar castellano nos otorga un derecho implícito a imponer nuestro idioma, despreciando la cortesía de la reciprocidad lingüística. Se nos tienta a mirar con condescendencia el valenciano, tratándolo como un relicto de pueblos alejados de la modernidad, y se nos incita a creer en una superioridad infundada, basada meramente en el azar de haber nacido en un contexto lingüístico globalmente dominante. A veces veo como algunos intentan imponer una jerarquía lingüística, como si hablar castellano nos otorgara un estatus superior. Nos dicen a los castellanos que no es necesario -incluso que es inútil- aprender valenciano, que era suficiente con dominar la lengua de Cervantes. Pero, ¿acaso no es limitante mirar el mundo solo a través de una ventana cuando puedes abrir dos? Esta idea, alimentada por una visión estrecha y unidireccional de la educación y la cultura, insinúa que el valenciano es un patrimonio exclusivo de un grupo reducido y subdesarrollado, ignorando su valor intrínseco como parte integral de nuestra identidad colectiva. Tales argumentos destilan un provincianismo intelectual que subestima la riqueza de nuestra diversidad lingüística. El amor y respeto al valenciano no es una renuncia a nuestra lengua materna, sino una expansión de nuestra identidad cultural.

En mi niñez en los 80, la convivencia entre ambas lenguas era una danza cotidiana. En las calles, en el mercado, en las fiestas, las dos lenguas fluían con una naturalidad que desmentía cualquier intento de división. En esa época en la que el castellano y el valenciano no eran competidores, sino compañeros en la narrativa de nuestro día a día. En el Mercat Central, mi abuela pedía en castellano, le respondían en valenciano, nadie se ofendía, nadie pedía “educación”, pues la educación, en su forma más enriquecedora, es un intercambio, una celebración de la diversidad y un reconocimiento de la igualdad de todas las culturas y lenguas. En mi casa, castellana, según cuentan, mi abuelo -falangista cántabro- era un enamorado de la canción en euskera y en su momento se plantó frente a quienes querían prohibir en su bando el uso de otros idiomas. Entender nuestra tierra en su diversidad, no reducirla a una España del NO-DO.

«Perder una riqueza incalculable»

Aquellos que ven el valenciano como un "reducto de pueblerinos" se pierden  una riqueza incalculable. Es más que un idioma; es una ventana a una cultura, a una historia, a una forma de ver el mundo. Hay gente que es capaz de hacer un MBA prestigioso en inglés, ¿tan dificil les resulta al menos respetar una lengua que es parte de nosotros? Yo, que hablo otros cuatro idiomas, nunca he dejado de lado mi interés por el valenciano. ¿Por qué? Porque el amor por un idioma no se mide en utilidad global, sino en la conexión emocional y cultural que establece.

El valenciano es la banda sonora de muchas de nuestras vidas. Sus expresiones, sus giros, sus palabras, son parte de la identidad valenciana, tan mía como de aquel que lo habla desde la cuna. Amar Dénia, sus fiestas, su gastronomía, y negar el valenciano es como amar el cuerpo de una persona, pero rechazar su alma. ¿Cómo puede uno amar Dénia y al mismo tiempo excluir un elemento tan importante de su esencia? Me resulta dificil que no se pueda amar Dénia en toda su esencia, que haya quien quiera convertirla en una caricatura uniforme y pobre, amputada de sus características mas genuinas.

Los castellanohablantes deberíamos desconfiar de cualquier delirio de superioridad. No somos ciudadanos de primera frente a valencianohablantes de segunda. Somos, simplemente, valencianos, unidos por una cultura rica y diversa, donde cada idioma aporta su esencia. Podemos ser tan empáticos como el que más. Debemos.

Celebremos lo que nos une, no lo que nos separa. La riqueza de la Valenciana no radica solo en sus paisajes o su clima, sino en su gente, en su cultura, en sus idiomas. En Dénia, en mi niñez, esa era la norma: celebrar, no dividir. Cada idioma es un tesoro único.

Por eso, yo, castellanohablante, amo el valenciano. Lo amo no porque sea útil o necesario, sino porque es parte de mi hogar, de mi cultura, de mi identidad. Es un lazo que une, una melodía que enriquece, un color más en el tapiz de nuestra comunidad. Este idioma no es solo una serie de palabras; es el alma de nuestras tradiciones, de nuestros recuerdos, de nuestras expresiones cotidianas. Aceptar y amar el valenciano es un regalo, una oportunidad de enriquecer nuestra propia experiencia cultural, mas allá de la lengua materna que nos haya tocado aprender. La alegría de compartir y vivir en un entorno bilingüe es un regalo que debemos apreciar y fomentar.

Así, entre el azul del mar y el verde de la montaña, en esta tierra donde conviven dos lenguas, me reafirmo: soy castellanoparlante, sí, he vivido unas décadas en Madrid, sí, pero por encima de todo, amo Dénia y la cultura valenciana. Y amar el valenciano es, en esencia, amarme a mí mismo y a mi tierra. Sin autoodio. Sin complejos. Tal y como somos, así nos quiero.