EL PODER DEL EJEMPLO por FRANCISCO LÓPEZ PORCAL
Un semblante de hastío y ansiedad ensombrece cada vez más el ánimo de la
ciudadanía ante tanta calamidad vírica que, unida a la depresión económica, está
siendo entorpecida por la ferocidad de unos fenómenos atmosféricos no invitados de
antemano a esta tristeza colectiva. Creo que no digo nada nuevo porque, cuidado, en
circunstancias tan difíciles para todos como las que estamos viviendo, es cuando más
se exterioriza la integridad y la capacidad de gestión de aquellos que rigen los destinos
de los pueblos. No anda demasiado acreditada la clase que nos dirige y mucho me
temo que se incremente cada vez más un peligroso divorcio entre los electores y los
elegidos capaz de conducirnos a situaciones límite. La ciudadanía no se merece la
política de tactismos, de enfrentamientos y de indiferencias de señorías que viven de
espaldas a una cruda realidad encerrados en sus cómodas torres de marfil. No
molesten, por favor, parecen gritar en silencio. En este sentido, George Steiner
manifestaba que “el lenguaje sólo puede ocuparse significativamente de un segmento
de la realidad, particular y restringido. El resto -y, presumiblemente, la mayor parte- es
silencio”. Porque hay silencios muy elocuentes, como el del caballero del verde gabán
del Quijote. Así, en casa de este personaje bajo las apariencias de cristiano viejo, se
vivía la liturgia judía que obligaba a dar gracias en silencio, no podía ser de otra
manera. La Inquisición siempre andaba cerca y además había invitados. Y en la aridez
del desierto actual, ausente de esperanza y rectitud es donde el pícaro, ese paradigma
de engaño y maldad, goza de un campo abierto para burlar los límites de la
convención, la ley y la norma. Me temo que tipos como aquel Buscón de don Pablos de
Segovia nunca han abandonado la sociedad española, disfrazados unas veces de
Ramiro de Guzmán, otras de señor de Valcerrado y Vellorete, don Felipe Tristán y
transformados hoy en conocidos gobernantes actuales y anteriores, todos ellos
presentes en la mente de todos y que hubieran sido el objetivo predilecto de Francisco
de Quevedo y Villegas si hubiera sido hoy espectador de la España de nuestros días.
Personajes cuyo linaje académico ha cristalizado en el desorden y la trampa
constituyen la carcajada más insultante que puede sufrir el estudiante que con su
esfuerzo se ha preparado a conciencia y ha disfrutado de su trabajo de investigación
buscando, como no, la erudición universitaria. Por ello resulta obscena la corrupción
intelectual que aqueja a más de una figura demasiado preocupada en vivir de las
apariencias en el burdo escaparate de la sociedad del espectáculo. Su condición de
pícaros les impide tomar el camino que han seguido cancilleres, presidentes, ministros,
gobernantes o profesores de otras latitudes de Europa. Ese camino ha sido sin duda la
calle, una travesía escasamente transitada aquí en el sur.
En la España de los Austrias ya existía ese arrebato ascensional de personajes
de poco fuste para medrar y alcanzar una jerarquía nobiliar en la que no se permitía
penetrar. Ese vértigo del Buscón don Pablos, o si se quiere, del buscavidas de Segovia,
está demasiado presente en la vida pública que llena a diario las pantallas de nuestras
televisiones y periódicos. Esos buscavidas son fácilmente identificables por su
verborrea monótona y espumosa acostumbrados a embaucar a estudiantes incautos.
¿De verdad hay tanta candidez en el ciudadano que día tras día es testigo de este
grotesco y trágico engaño? Al pícaro le trae sin cuidado la honradez, y por supuesto la
coherencia, cuando ya está instalado en el noble linaje al que aspiraba, ni tampoco
recuerda a sus antiguos compañeros de viaje que quizá hoy no hayan percibido todavía
el correspondiente ERTE para sobrevivir a la miseria de una vida cada vez más precaria.
El estatuto del pícaro no conoce los límites entre el honor y del antihonor, de la
nobleza y de la ignonimia, del favoritismo y de la sensatez. De no ser así, su condición
picaresca no les habría impedido saltarse los protocolos de las vacunas contra el
maligno virus que nos azota. Mientras tanto, todavía hay inocentes y cándidos que
esperan el remedio para sobrevivir a esta tragedia en residencias y grupos de riesgo.
Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? escribía Marsillach. Estos pícaros ya se han
apeado del tren que circula enloquecido hacia un rumbo que nadie conoce con
certeza. Su actuación constituye una forma de ejercer un tipo de violencia como orden
social, la misma violencia del mundo de Lázaro de Tormes que en el fondo no es más
que la denuncia de un mundo sin caridad. Porque esta vida es una máscara y todo el
año es carnaval.
FRANCISCO LÓPEZ PORCAL
Escritor