Trinquete de caballeros

FRANCISCO LÓPEZ PORCAL  
Siempre he pensado que nunca se debe viajar a una ciudad prescindiendo de los libros, de su memoria y de la nuestra. Cuando el viajero desembarca y se adentra en el corazón urbano, es la propia ciudad la que sale al encuentro, como las criaturas míticas que acechaban a Homero en su travesía. Son señales emitidas por la propia urbe para que el caminante las descifre y las interprete. Sin este requisito resulta estéril establecer un fructífero diálogo con ella. Porque no es lo mismo pasar por la calle San Martín o la avenida Corrientes de Buenos Aires sin acordarse de Ernesto Sabato cuando este impacienta al lector con la angustia de Juan Pablo Castel en busca de su presa María Iribarne, o caminar por Dublín sin saber de antemano que la ciudad vive en el imaginario de Joyce, pequeña, provinciana, en la que "todo el mundo sabe lo de todo el mundo". No es lo mismo llegar a cualquier ciudad con el pensamiento ausente, sin poder contextualizarla en sus referencias literarias e históricas.
Andaba dándole vueltas a estas cuestiones reclinado en la fuente llamada de los patos en la antigua plaza de la Congregación, hoy de San Vicente Ferrer, cuya casa natalicia no está lejos de este lugar. Aquí, junto a la figura femenina que parece cuidar de estas aves palmípedas de cuyo pico aplanado brota un cauto chorro de agua, me he detenido tras un paseo desde el puente del Real sobre el frondoso Turia. He bajado hacia la antigua plaza de Predicadores, hoy Tetuán, para después bordear el antiguo Ministerio de Propaganda de la Valencia republicana que da acceso a la calle del Mar hasta llegar a esta apacible plaza. Y durante todo el trayecto han saltado en mi memoria aquellos párrafos del imaginario creado por tantos autores, Gaspar Mercader, Estanislao de Kotska Vayo, Vicent Ortega, Carlos Aimeur, Miguel Herráez ... que, como diría Pérez-Reverte, han dado sentido a lo que miraba, eliminando lo superfluo y reteniendo en mi imaginación aquello que de verdad contiene este paisaje. Levanto la vista y contemplo el grandioso auto sacramental jesuítico de la fachada de Santo Tomás y San Felipe Neri, antigua iglesia de la Congregación, donde pilastras, frontones y esculturas interpretan una obertura pétrea cuya partitura llegó a estas latitudes procedente de la Ciudad Eterna y de su mítico templo il Gesú. El conjunto ofrece cierta teatralidad al entorno, tal vez por afinidad al que se vivía en el cercano Corral de la Olivera, en lo que hoy es la Calle de las Comedias. Por su escenario pasarían figuras como las de Lope de Vega y Guillem de Castro, que desarrollaron una fecunda dramaturgia en competencia con la corte madrileña y la ciudad de Sevilla. Pero también La Olivera se convirtió en un lugar donde se citaban rufianes y vividores, sin olvidar a ciertos clérigos que enmascaraban su identidad para ocultar sus ligerezas en intrigantes episodios que viven en el imaginario narrativo de la mano de Josep Lozano en El mut de la campana. Una historia sobre los amores secretos entre un fraile dominico, Bernat Crestalbo y la actriz Constança.
La entrada a la calle Trinquete de Caballeros, donde antaño el vulgo y los nobles jugaban a la pelota, viene marcada por una barrera invisible, la de la antigua judería cuyo único vestigio, una antigua calle atrapada en el tiempo entre paredes medianeras, quedará al descubierto cuando finalice la restauración del Palacio de Valeriola, un edificio de alma gótica y cuerpo barroco. A estas horas de la tarde otoñal, la calle queda envuelta en una brumosa penumbra que parece congelar el tiempo en un instante infinito. La última luz del día se despide tiznando de un brillante anaranjado los voladizos de aquellas antiguas mansiones y edificios sacramentales. Siguiendo el muro de Santo Tomás, observo la imagen de la Virgen de la Providencia en un exquisito gótico francés bajo un doselete ojival, toda una metáfora auxiliadora del Hospital de Sacerdotes Pobres que forma parte del conjunto de la Iglesia del Milagro, donde se aúnan muros medievales y cerámicas barrocas. Todo un conjunto de resonancias dieciochescas que brotan de las páginas de Les ales de Mercuri, de Mariano Casas, en cuyo imaginario duerme este enclave cuando era ocupado por los gremios que imponían un control implacable sobre artesanos y menestrales, así como por un buen número de cofradías y fundaciones eclesiásticas, donde cada uno tenía su lugar y su rango.
El paseo discurre entre palacios y casas señoriales como los de la Baronesa de Alaquàs, de los Marqueses de Tremolar o de los Condes de Almansa, todos ellos dotados de amplios zaguanes y hermosos miradores de madera. Trinquete de Caballeros desemboca en la espaciosa plaza de Nápoles y Sicilia, un enclave en su mayoría academicista con ecos de conquista de ultramar, cuando aquellas tierras y estas tenían al mismo monarca, Alfonso V de Aragón, llamado el Magnánimo.
Al llegar de nuevo a la Virgen gótica, descubro un pasadizo que conduce al pasado, al de la Orden de los Caballeros de San Juan del Hospital. Desde un atrio silente, la luz crepuscular muestra un potente muro de sillería y una puerta románica frente a las galerías de los edificios colindantes. El templo, una vez recobrada su austeridad cisterciense, hubiera sido del agrado de Blasco Ibáñez que siempre mostró en alguna de sus novelas su reticencia a la decoración barroca que tildaba de "insípida vulgaridad de oros y escarolados de alabastro". Así lo indicaba en las primeras páginas de Mare Nostrum cuando narraba el aburrimiento del niño Ulises que, abstraído entre inciensos, capas pluviales y monótonos cantos litúrgicos, hacía volar su fantasía hacia los penachos negros del puerto repleto de vapores antes de convertirse en el capitán Ferragut surcando las aguas del Mediterráneo.
Excepto el presbiterio y la tenue luz de alguna capilla, el resto de la iglesia permanecía en la oscuridad. Al final de la nave, sentado en el último banco distingo una figura borrosa. Al acercarme compruebo que es Maurice Clichy. Sabía que lo encontraría aquí, me responde. Después de saludarnos, atravesamos el atrio interior y salimos por el pasadizo a la calle. Un leve resplandor acariciaba todavía la Virgen gótica. Algunos zaguanes de las antiguas mansiones habían comenzado a iluminarse. Ambos conversamos sobre el pasado tan denso que nos rodea ahora apagado, sin la opulencia diurna. Conoce ya muy bien, profesor, los rincones de esta ciudad, le digo. Las ciudades, querido amigo, emiten avisos, indicios, para que el paseante los atrape, responde Clichy. En efecto, profesor, solo la ceguera y la simplicidad de estos tiempos que vivimos pueden apagar la nitidez y el sentido de este paisaje urbano. Antes de despedirse, como si me hubiese leído el pensamiento, me responde: "Imagino que no será menester recordárselo, pero no es lo mismo caminar por Trinquete de Caballeros con libros que sin ellos, porque sin cultura nunca se podrá armonizar el presente con la memoria histórica de este lugar". Y desapareció hacia Nápoles y Sicilia.
Los deslumbrantes destellos de un automóvil y la luz de los zaguanes me permitían distinguir la ingrávida silueta de Clichy mientras se alejaba calle abajo. Unos transeúntes forzaban el paso, tal vez apresurados por el grave tañido de la campana que anunciaba la misa vespertina en la cercana Iglesia de la Congregación.